Zapatos en el techo
Me hubiese gustado poder responderle a mi padre. Contarle, por ejemplo, que prácticamente todas las cosas que me gustaban entonces, y me siguen gustando hoy, son cosas inútiles.
Mis hermanos están sinceramente convencidos de que nunca he trabajado. En una cosa coincido con ellos: jamás he contribuido con un solo centavo al Producto Nacional Bruto. Qué hacer, mi aporte al crecimiento de la nación es igual a cero. Ni el más mínimo programa de ajuste me considera en sus estadísticas. Ni siquiera abulto las cifras de cesantía. Hace muchos años que no recojo un talonario de sueldo. Y esto me excluye de plano de cualquier tipo de crédito. No existo. A mi domicilio ni siquiera llegan las promociones de las agencias de viajes. Ni los buitres de Falabella han reparado en mí. Lo más que un banco se resigna a darme es una cuenta vista, que es como el favor que te hacen de guardarte el dinero debajo del colchón. La compañía de teléfonos no me autoriza a hacer llamados al extranjero. No estoy afiliado a ninguna isapre, no aparezco en Dicom, no me cubre un seguro, no milito en un partido político ni circulo por alguna área de influencia. No sé viajar por internet, no salgo en la guía telefónica, ninguna iglesia aspira a redimirme y no estoy en el directorio de TVN ni de El Mercurio ni de Rocinante. Soy invisible. Alguna vez tuve un amigo en el gobierno, pero hoy casi todos mis amigos son unos atorrantes y les tocan a las damas o a los damos el trasero.
A estas alturas comienzo a convencerme de que mi padre estaba en lo cierto cuando, exasperado, me decía: “No vas a llegar a ninguna parte”. Yo lo miraba con atención, y procuraba complacerlo, aunque lo cierto es que nunca pude comprender cuál era esa parte a la que había que llegar, o hacia qué lado quedaba, o cuánto costaba el pasaje. Más adelante me pasaría quince años viajando de un país a otro, ciego, empecinado, pero jamás supe el nombre de esa Ítaca a la que había que llegar.
Me hubiese gustado poder responderle a mi padre. Hablar con él. Contarle, por ejemplo, que prácticamente todas las cosas que me gustaban entonces, y me siguen gustando hoy, son cosas inútiles. Eso: inútiles. Ningún balance las consignaría, ningún contador podría censarlas, en primer lugar porque no tendrían casillero. A veces a mi padre le venía la mala idea de irrumpir sin aviso en mi pieza; naturalmente, me descubría mirando el techo. Ya está el ocioso, decía, o lo pensaba, o yo creía que él lo pensaba. De todos mis vicios, acaso éste sea el que he practicado con mayor lealtad a lo largo del tiempo: mirar el techo. Seguir el movimiento del ventilador, contemplar la gota de pintura que quedó galvanizada sobre la ventana, ver monstruos y volantines y barcos vikingos en vez de manchas de humedad. Mi cama suele llenarse de revistas, tachas inciertas, hojas de diario, encendedores extraviados y libros a medio terminar. En un ángulo del techo cuelga una pelusa cuyos movimientos me conozco de memoria y cuya sombra, su dirección, me sirve para saber la hora. En la otra punta del techo hay cuatro huellas de zapato. No se crea, jamás he transitado por allí: no son más que detritus de agónicas guerras de insomne contra algún zancudo. Rondar durante horas alrededor de la cama, acechante, cual vigía, apagando y encendiendo las luces, armado de una enciclopedia o una bota, analizando estrategias, elucubrando ataques sorpresa, son actividades que pueden socavar el temple del más avezado. Estas cosas, créanmelo, cuestan trabajo. Mucho trabajo. Aunque mis hermanos digan y repitan lo contrario.