Vicente Pérez Rosales y el Terremoto de 1822

La historia de los terremotos que agregó el año 22 una página más a los desastres que conmemora, me proporcionó ocasión de hacer a un tiempo uno y otro; pues el tal terremoto, que no fue por cierto uno de los mayores que han estremecido nuestro suelo, vino a aumentar las pruebas, ya por desgracia sobradas, de que las preocupaciones no pierden ni perderán jamás su imperio sobre el corazón del hombre poco instruido, mientras exista la humanidad sobre el mundo sublunar.
El terror fue justo, la turbación necesaria. Cubriéndose las veredas de las calles y los contornos de los patios con altos de tejas despedazadas. En medio del espanto general, de las carreras y de los encontrones que se daba a el pueblo consternado por evitar el peligro, alzando al cielo el conocido grito de ¡Misericordia!, tuve ocasión de ver debatirse en el frente de la puerta de mi casa a un asustado sacerdote que pugnaba por desprenderse de una mujer que, asida de su sotana, se arrastraba de rodillas implorando a gritos la absolución de los pecados que en alta voz le confesaba.
Ocurriósele a una santa monja decir, a eso de las diez y media de aquella temerosa noche, que sabía por revelación que el temblor era precursor del fin del mundo, y que la hora del juicio final debía sonar a las once de la próxima mañana. A tan aterradora noticia, que se esparció por Santiago con rapidez eléctrica, contestó el pueblo saliendo de estampía hacia las plazas, plazuelas y paseos públicos, y sin darse razón de lo que hacía, el hombre ilustrado como el que no lo era, la señora y la simple fregona, todos, grandes y chicos, hicieron llevar atropellados a esos lugares de asilo tal copia de camas y colchones, que en un momento parte del Tajamar, las plazas públicas y la reciente Alameda se cubrieron con ellos.
¿Qué hubiera dicho de nosotros un hombre ilustrado juicio traído por encanto a Santiago en esos momentos, al ver por entre los colchones relumbrar los carbones encendidos de muchos braseros provistos de tachos y teteras para el vicio del mate, y al notar el tembloroso ademán con que chupaban los fieles la bombilla, al mismo tiempo que imploran el perdón de sus pecados?
Terminó al fin el angustiado plazo, y cuando, huyendo de terror, unos cerraban los ojos y otros se desmayaban, un repique general de campanas vino a anunciar al feliz Santiago que el Dios de las bondades, merced a los ruegos de las monjas, había perdonado al género humano otorgándole mas años de vida.
Pero estas nuevas pasajeras que de vez en cuando suelen caracterizar, con un solo hecho, el estado de progreso intelectual de algunos pueblos de la tierra, no puede proyectar más que sobre una pequeña parte de nuestra civilización una luz desconsoladora, cuando no ridícula. Todo progresaba entonces en Chile, y progresaba con harta más rapidez que aquella que podía esperarse, ya de sus coloniales antecedentes, ya de la semipropia existencia de que gozaba desde el año 1810.