Lo que queda
“El misterio de la Naturaleza puede compararse a un círculo que está formado en sí y por sí, y cuyas causas y efectos se ligan sin fin ni principio” – Luis Büchner.
Cuando me mudé a vivir a la cuadra, no conocía a nadie. Fue el gásfiter quien me contó que mis vecinos de piso en el edificio eran los dueños de la fuente de soda al otro lado de la calle. Una mañana – la recuerdo porque al ver la terraza sumida en la tibieza del mediodía, pensé que era un lugar ideal para sentarse a leer -, crucé la calle y le pregunté a la mesera que limpiaba las cubiertas de formalita, si estaban los dueños y ella, sin soltar el pañito, gritó: “Doña C., la buscan”. Doña C. nunca olvidó la mañana que me presenté como su vecina y le ofrecí ayuda para arreglar el edificio. Comenzamos a cobrar 3 mil pesos por departamento, se instaló portero eléctrico y citófonos, se pintó la caja de la escalera, se pusieron ampolletas de bajo voltaje y apliqués; en los cinco años que llevo viviendo aquí, nunca me exigió que trabaje tanto como ella, dice que ahora se siente acompañada y, efectivamente, cada vez que se le ocurre “embellecer” el edificio, me dan ganas de acompañarla.
A continuación, me vi envuelta en un problema del que no me siento orgullosa. A la distancia comprendo que no tomé en cuenta que llegaba a un territorio trenzado por relaciones de convivencia que se habían tejido por décadas. Fue con el viejo verdulero que tuve el problema. En una época imprecisa, uno de los propietarios le cedió el cuartito bajo la escalera para guardar su mercadería; dicen que era un kiosco próspero, cuando llegué, el viejo apenas caminaba y, como no tenía baño cerca, orinaba en un balde que tenía en el cuarto bajo la escalera. Me lo contó mi vecina al quejarme del mal olor que había a la entrada. Me pareció increíble lo que me estaba contando. Hubo quien me hizo ver que mientras tuvo sus piernas buenas, el viejo podía cruzar la calle para orinar en la fuente de soda. Seguí encontrándolo increíble. Fui departamento por departamento recolectando firmas, se le prohibió al viejo orinar en el edificio y se le exigió que cancelara la cuota de aseo. Un patán que el viejo adoptó siendo un niño me encaró a la salida del edificio; que quién me creía yo para prohibirles estar allí, que era yo la que debía irme. Al poco tiempo robaron mi bicicleta y el viejo decidió sacar sus cajas definitivamente; dijo que no quería que le echaran la culpa. El candado de la bicicleta estaba en el cuartito, lo encontró mi vecina, mientras limpiaba con dos galones de cloro la grasa acumulada. El viejo continuó orinando en el balde, que ahora mantenía en el kiosco, bajo la tabla de madera que usaba como asiento.
Después les tocó el turno a los del kiosco de las llaves, pero ese fue el vecino del segundo piso. Los cerrajeros acostumbran a recibir a sus amigos como si estuviesen en el living de la casa. Tipo cuatro de la tarde inician la cocinería, pero antes ya comienzan a beber, cerveza y vino en caja. Desde mi ventana veo el brasero donde hierven cazuelas, causeos, porotos, tallarines… el trago y la risa les dura hasta altas horas de la noche. Vienen haciendo esto desde hace 30 años y, según me contó uno de los cerrajeros la noche en que me uní a ellos, es la continuación de una vieja tradición. En esta cuadra, dijo, esperaban los choferes de los carretones que traían las frutas y verduras a La Vega, tomaban vino y chicha mientras esperaban a que el patrón volviese con el dinero, había músicos, lanzas y hasta casa de putas, me dijo el cerrajero. Ahora los parroquianos son el vendedor ambulante que trabajó como vedetto, los dos cuidadores de autos, los mendigos, la señora que recoge los envases vacíos, el alcohólico y los loquitos. Pero las francachelas de los cerrajeros y sus amigos no dejaban dormir a la guagua del dueño del departamento del segundo piso. Mi vecino hizo valer su derecho de propietario en contra de los cerrajeros que no poseían ningún metro cuadrado, y la Municipalidad les permitió seguir a condición de que no preparen alimentos ni cierren pasadas las ocho de la noche. El argumento es que hay un niño; seguramente el propietario anterior también tuvo uno, pero ahora hay un padre que se deslomó para comprar un departamento en un barrio respetable; antes también los padres se deslomaban para comprar un departamento, pero les debe haber resultado más justo que sus hijos se acostumbraran al ruido de los amigos que ríen y se emborrachan en la calle, a desarmar una cofradía.
Muchas tardes emprendo la placentera experiencia de dejarme llevar por lo que va presentándose en la cuadra, deteniéndome a conversar con las personas a las que habitualmente solo saludo. Me provoca curiosidad saber cómo son sus casas, cómo es la mesa ante la cual van a cenar, sobre qué conversan, cuán largos son sus silencios… Me encuentro con el dueño del restaurante y subimos a su departamento, me entero que dos días a la semana da almuerzo gratis a los mendigos, baja y bajo con él; en la banca que está frente a la tienda de ropa, conversan la diseñadora y una amiga, llega el joven peluquero gay, me levanto y ocupa mi lugar, en el bar veo a varios conocidos, acepto el vaso de vino de los cerrajeros y el de cerveza del diarero, cruzo a la fuente de soda, y cuando llego al final de la cuadra, es de madrugada.
Un 18 de septiembre organizamos un asado: al mediodía me vi en la calle, sola, con una parrilla humeando; el dueño del bar no se había levantado y el del restaurante estaba enojado porque había comprado las longanizas y el otro aún no traía el carbón. Más encima, la dueña de la lavandería salió a decirme que con la parrilla le iba a ahumar el local, le dije que el asado era para todos y no tenía por qué soportar retos. La dueña de la lavandería ignoraba lo del asado, habíamos organizado las longanizas, las marraquetas, la parrilla, el carbón… pero olvidamos las invitaciones; me disculpé con ella y, mientras me cuidaba la parrilla, y fui de local en local invitando a la gente de la cuadra. Vinieron pocos, unos por timidez, otros por rencillas particulares, los de más allá por falta de roce social o animadversión.
Este año no hubo asado dieciochero, el bar cerró y no tuvimos ánimo para organizarlo. Los maestros demoraron cinco meses en botar la barra, los baños, los tabiques, y construirlo todo de nuevo. Examinamos los muros, el piso, los cielos… ningún vestigio había de de las horas vacías y de las muertas que pasamos juntos. Durante estos meses, el viejo de la verdulería enfermó y se hizo cargo del kiosco un pariente que orina en otro lugar; la esposa del vecino del segundo piso se fue del departamento llevándose al niño; los cerrajeros continúan bebiendo pero con el estómago vacío; se embarazó la hija del dueño de la fuente de soda y se armó la grande; un mendigo le tiró una piedra al ventanal del restaurante porque el dueño no le quiso dar comida el día que no le tocaba; el alcohólico perdió nuevamente su trabajo y en esta vuelta también a la esposa; dos vecinos están atrasados con la cuota de 3 mil pesos y mi vecina dice estar cansada de ser la única que se preocupa de mantener limpia la escalera.
Al aproximarse la fecha de apertura del nuevo bar, comienza a circular información respecto a los actuales dueños, son tres socios, un conductor de televisión, un publicista, y un fotógrafo de modas. El más contento es el dueño del restaurante, porque la cuadra estará más animada y eso atraerá clientes. Me pregunto si un bar alcanza para tres socios. “Supongo que no están pensando en ganar dinero”, me contesta un vecino. “¿Y para qué abrirían un bar si no pretenden ganar dinero?” Mi vecino me pasa una revista que publican los socios. “No la he visto en los kioscos”, le digo. “Es gratuita, la envían por correo”, me cuenta. “Los destinatarios son publicistas, actores, diseñadores, gente con dinero y con onda”. Al ojearla me encuentro con los objetos que hay que tener, la ropa que hay que ponerse, los lugares que hay que visitar, los hoteles donde hay que despertar, los muebles con los que hay que vivir, las comidas exóticas que hay que comer. “Pero no hay nada para leer”, digo. “Es para ojearla cuando vas al baño” responde mi vecino; su teoría es que, como además de la revista, tienen un programa en la radio, el bar es un producto más destinado al público que ya tienen cautivo y que compra los muebles, los objetos, la ropa, las joyas, los automóviles de las empresas que pagan por avisar en la revista y en el programa de radio.
A medida que va apareciendo la decoración, va creciendo en mí un presentimiento. Un día, al bajar, me encuentro con que han terminado de cerrar la terraza, parece un invernadero que aterrizó en medio de la cuadra por error. A diferencia de la terraza del restaurante, los paneles color humo impiden ver el interior. Asomarse a la terraza es como asomarse a las páginas de la revista, están las joyas, los vestidos, las zapatillas, los peinados…
La gente de la cuadra se queja de que los nuevos socios a nadie saludan; cuando el vecino del segundo piso les pide que bajen el volumen de la música porque lo visita el niño, le contestan que vaya a reclamarle al alcalde; uno de ellos reprende al cuidador de autos porque no le tiene reservado un lugar. Como no conversan con nadie, ignoran que para que sus clientes tengan estacionamiento, tendrán que hacerse amigos del cuidador. Sin contar con que este conoce a los ladrones y avisa cuando aparecen, y es el único que tiene monedas para cambiar en la noche. Los más indignados son el joven peluquero gay y la peluquera más antigua de la cuadra; todos los locales comerciales pertenecen a un solo dueño, pues bien, los socios del bar le ofrecieron pagar un arriendo más alto si desalojaba a los peluqueros para ampliar el bar. De seguro ya imaginaron un destino para la lavandería, el almacén, el kiosco de las llaves, los locos, los mendigos, y hasta para mi edificio.
¿Por qué no transformar la cuadra en un Palermo Soho o en alguno de esos barrios de Nueva York, Londres o México que aparecen como imperdibles en su revista?
Cuando nos enteramos que les abrieron la cortina y les robaron el computador y el dinero recaudado el viernes, hay sonrisas, avergonzadas, pero sonrisas. Hasta hoy, la única que ha atrevido a encararlos es la diseñadora de ropa que les recriminó que por causa de la terraza-invernadero ya no puede contemplar la cuadra de una esquina a la otra como ha venido haciendo por años. Ellos le contestaron que más le vale acostumbrarse, porque llegaron para quedarse.